jueves, 14 de abril de 2011

Quién mató a Anna Politkovskaya, por Hinde Pomeraniec

Fuente: El Puercoespin de Argentina

 21 de junio de 2010


Moscú, 7 de octubre de 2006


“La destacada periodista rusa Anna Politkovskaya, conocida internacionalmente por ser una feroz crítica de las acciones del Kremlin en Chechenia, fue hallada muerta hoy en Moscú, en el ascensor de su edificio. Cerca de su cadáver se encontraron una pistola y cuatro balas.

El homicidio tiene todos los sellos de un crimen por encargo. Politkovskaya, quien trabajaba para el periódico Novaya Gazeta, era conocida por exponer en sus artículos los abusos a los derechos humanos de las tropas rusas en Chechenia. La periodista, de 48 años, fue asesinada alrededor de las 16.30, hora local. Vitaly Yaroshevsky, subeditor de Novaya Gazeta, cree que el crimen tiene que ver con su trabajo.” No vemos otro motivo para este crimen terrible,” dijo a la agencia Reuters. 

Oleg Panfilov, director del Centro para Periodismo en Situaciones Extremas dijo que Politkovskaya recibía amenazas frecuentemente. “Siempre pensé que podía pasarle algo a Anya, sobre  todo por Chechenia”, dijo a la agencia AP.

Durante una entrevista con la BBC, dos años atrás, Politkovskaya señaló que creía que su tarea era seguir investigando, pese a recibir esas amenazas de muerte. “Estoy absolutamente segura de que el riesgo es parte habitual de mi trabajo”, dijo. “Así como la función de los médicos es dar salud a sus pacientes y la de los cantantes es cantar, la función de un periodista es escribir la realidad de lo que uno ve”.
Moscú, febrero de 2008
***
Estoy en la ciudad en donde pueden asesinar a alguien a sangre fría a plena luz del día y nada cambia. En donde las investigaciones de los crímenes se pierden en laberintos judiciales infinitos. En donde, por naturaleza y por cultura, se desconfía siempre de la víctima y los homenajes a los periodistas acribillados a balazos apenas convocan a unas 200 personas.

Recorro el barrio donde vivía Anna Politkovskaya, hacia el norte de la avenida Tverskaya, y trato de reconstruir la secuencia de los que fueron sus últimos momentos con vida imaginando que la nieve en la que se hunden mis botas no está, que no hace este frío que tritura los huesos y que hoy es un sábado de octubre, un tiempo atrás. Más tarde pruebo a escribir el relato de esas horas y sumo testimonios e hipótesis. Lo que se lee es esta historia.
***
La mujer de cabello casi blanco estaciona el Lada plateado en la calle Lesnaya, a pocos metros de la puerta de su edificio. El primero en bajar del auto es Van Gogh, un bloodhaund de eternos ojos tristes que salta del asiento trasero y la celebra cuando ella desciende abrazada a dos bolsas con alimentos que acaba de comprar en el shopping Ramstore de la calle Frunzeskaya, ligeramente apurada para que los congelados no interrumpan la cadena de frío. Se lamenta por no haber conseguido la bañera plástica que buscaba para la beba de su hija Vera, que nacerá en un par de meses, y así se lo dijo a la futura madre hace unos momentos, por celular. Fue cuando aprovechó también para llamar a Ilya, su hijo, y avisarle que ya volvía a casa.

Antes de entrar, flojo el ceño que la envejece de más a los 48, saluda por encima de sus anteojos a las empleadas de la farmacia, apoyadas las dos mujeronas sobre un mostrador vacío, aburridas de sí mismas en la tarde gris del sábado.

Niebla y llovizna sucia en Moscú, poca gente, veredas quietas y húmedas. No hace frío pero el verano ya es recuerdo. La mujer alta, delgada y vestida de negro sube acompañada de su perro hasta su departamento en el 7º piso con la idea de bajar enseguida a buscar el resto de las compras; tiene la tarde por delante para terminar el artículo que domina su cabeza en las últimas semanas, una nueva denuncia de torturas y confesiones arrancadas a los golpes en el Cáucaso. Investigadora tenaz, opositora rumiante al gobierno ruso, la periodista Anna Politkovskaya (desde ahora también Anna P.) no volvería a salir a la calle.

Cruje el silencio cuando alguien abre la puerta del ascensor. Es Nina, una vecina adolescente, quien encuentra el cadáver ensangrentado. Diseminadas a su alrededor, las vainas servidas de las cuatro balas que su ejecutor plantó en el pecho y la cabeza de la periodista. A los pies de la muerta, la Makarov 9 mm con silenciador, usual posdata de un crimen por encargo, al menos en Moscú. Nadie sabrá nunca si durante ese viaje final hacia la planta baja acomodó su pelo o se miró de reojo en el espejo. Tampoco si tuvo miedo cuando, al abrir la puerta del ascensor, se encontró con el tipo de buzo oscuro con capucha. Sí es seguro que lo último que vio fueron los ojos de su asesino, quien no precisó cubrirse el rostro para dispararle y salir en el acto, sin agitarse demasiado, a juzgar por las imágenes registradas por las cámaras de seguridad del edificio.
***
Cuando la mataron eran las cuatro y media de la tarde del 7 de octubre de 2006, día del cumpleaños 54 del entonces presidente Vladimir Putin. Algunos creyeron adivinar un “regalito” en el crimen de la calle Lesnaya.
No supieron decirme con quién quedó Van Gogh, quién le calma los nervios ahora al inestable perro de Anna P.; si alguno de sus hijos o tal vez algún amigo enternecido por la repentina soledad de la mascota. Tampoco fue posible llegar al nudo del crimen, ninguno de sus allegados tiene certezas sobre el autor intelectual de su asesinato, aunque nadie duda de que estuvo directamente vinculado a su trabajo.

Los últimos años de su vida, Anna P. los pasó investigando y escribiendo sobre los delirios de guerrilleros mesiánicos y las aberraciones impunes de las fuerzas rusas en Chechenia, un nombre difícil para un conflicto olvidado por las grandes mayorías; sólo presente -también en Rusia- en tragedias como la toma de rehenes en el teatro Dubrovka  y la salvajada en la escuela de Beslán, con sus cientos de muertes estériles y su hilera de ataúdes de niños, hitos de una batalla perdida para el sentido común y preciado trofeo de los señores de la guerra y los grandes traficantes.

Hija de ucranianos soviéticos, diplomáticos acreditados en la sede de Naciones Unidas en plena Guerra Fría, Anna Mazepa había nacido en 1958 en Nueva York. Su vida entre los márgenes de elite de la nomenklatura le permitió lujos intelectuales prohibidos para el resto de sus compatriotas, como viajar por el mundo o leer sin trabas ni Index.

Muy joven regresó a la URSS para estudiar en una universidad moscovita y en los primeros 80 se inició como periodista en Izvestia, para luego seguir en el house organ de Aeroflot, la línea de bandera rusa. Su matrimonio con el padre de Ilya y Vera, sus hijos, terminó en 2001, cuando al regreso de uno de sus viajes a Grozni, la capital chechena, Alexandr Politkovski, su esposo desde 1978, le dijo que ya no soportaba una vida conyugal por espasmos. También periodista, Alexandr había tenido su momento de gloria profesional en los tiempos de Gorbachov pero más tarde el alcohol ahogó todo deseo y fue apagando su estrella, mientras su mujer comenzaba una carrera ascendente. La competencia entre ambos sólo daba infelicidad. Por entonces Anna P. apenas tenía tiempo para revelar las verdades de los abusos en Chechenia y la corrupción dinámica en el gobierno de Putin. El divorcio la habilitó tiempo completo para su misión.

Difícil elegir un nombre de la larga red de “damnificados” por su tarea. Son tantas las voluntades interesadas en su muerte y todas vinculadas con sus investigaciones, muchas de las cuales llegaron a juicios que sólo dejaron resentimiento y furia en los acusados.

La detención, en agosto de 2007, de una banda integrada por delincuentes comunes de origen checheno y miembros de los servicios de seguridad, como autores materiales del asesinato no conforma. El anuncio del arresto ocurrió en sintonía con el inicio de la campaña electoral en Rusia, como muestra de transparencia investigativa por parte de las autoridades. Meses después, poco antes de que asumiera el presidente Dimitri Medvedev, la fiscalía aportaría nuevos datos de identificación del supuesto homicida, un checheno de 30 años. Nunca informaron a quién obedeció el sicario. En febrero de 2009 los cuatro detenidos fueron liberados luego de que un tribunal popular no encontrara pruebas suficientes para mantener las acusaciones. Nadie se sorprendió.

Habían buscado acabar con Anna antes de octubre de 2006. Posiblemente no hayan sido los mismos que lograron callarla; sus enemigos eran muchos y con recursos, en un país donde los sondeos indican que para la mayoría es más importante “un Estado fuerte” que el respeto por los derechos civiles. Puede intentar entenderse esta conducta: la era de los zares fue la del Imperio, durante la URSS fueron el único pueblo que oponía fortaleza a EE.UU. y con la llegada de Putin al poder, se recuperó la economía y el orgullo nacional dilapidados en tiempos de Yeltsin. Pero el regreso de la potencia económica se acompaña de deficiencias inquietantes.

En Rusia las fuerzas de seguridad que deben actuar como manos armadas del Estado se manejan muchas veces de modo independiente; los servicios secretos tienen negocios con delincuentes comunes, los multimillonarios de fortuna turbia se relacionan con mafias de todo tipo. Con la caída del comunismo y la venta de las empresas del Estado por centavos a los amigos del poder, los privilegios pasaron de estar en manos de la burocracia comunista a quedar del lado de quienes pueden pagarlos. El símbolo de esta nueva planificación jerárquica de la sociedad rusa bien podría ser esa baliza azul brillante que colocan los funcionarios en el techo de sus Mercedes para circular velozmente por la franja exclusiva marcada en medio de las avenidas; un dispositivo que también utilizan ricos varios que durante varios años pudieron comprarlo legalmente a 20 mil dólares, todos ciudadanos de primera en una Moscú atiborrada de autos y sin estacionamiento suficiente para los millones de unidades que inundaron en pocos años las calles con la tormenta capitalista. Las luces siguen, aunque ya no es posible comprarlas a discresión: el escándalo pudo más que los billetes.

A Anna la recuerdan como una furia hecha mujer. Una periodista aguerrida que avanzaba sobre las historias de adolescentes chechenos secuestrados y transformados de la noche a la mañana en guerrilleros abatidos en combate por las fuerzas rusas. O como la autora de desesperados relatos de madres de soldados muertos sin cadáver para enterrar. O la divulgadora de historias como la del coronel Yuri Budanov, quien en un alarde de ebriedad y virilidad nacionalista, secuestró a Elza K. (17), la torturó, violó y golpeó hasta darle muerte y ordenó a sus subalternos enterrarla en el cuartel. El militar acusaba sin pruebas a la niña de ser la francotiradora que había dado muerte a varios de sus hombres meses antes. El juicio se convirtió en símbolo de la “justicia selectiva” denunciada por Anna P. Después de vanos intentos por salvar a Budanov -considerado “héroe de guerra” en vastos circuitos-, un tribunal inusualmente valiente lo condenó a 11 años de prisión y lo convirtió en el primer militar ruso de alta graduación en ser condenado por crímenes de guerra en Chechenia.

En enero de 2009, cuando aún no había cumplido su pena, el coronel fue liberado bajo palabra. Cuatro días después de su liberación, el abogado de la familia de Elza K., Stanislav Markelov, de 34 años, fue ejecutado a sangre fría en plena calle Prechistenka, en el centro de Moscú, luego de dar una conferencia de prensa en la que anunció que apelaría la excarcelación de Budanov. A Markelov lo acompañaba Anastasia Baburova (25) periodista free lance del Novaya Gazeta, el periódico para el que trabajaba Anna P. El asesino, un hombre alto, vestido de negro y con un pasamontañas verde, se acercó por la espalda a Markelov y le disparó directo a la nuca. La joven periodista quiso retenerlo y también le disparó a ella. El abogado murió desangrado en la vereda; ella, unas horas más tarde, en el hospital.

Muchos también recuerdan a Anna P. como la valiente mujer que pidió entrar a negociar con los terroristas chechenos dispuestos a hacer explotar el Teatro Dubrovka en octubre de 2002. Estaba en Boston cuando se enteró de la noticia y voló inmediatamente a Rusia. Entre los rehenes había un íntimo amigo de sus hijos, quien negoció con el líder guerrillero el ingreso de Anna P. al teatro. Los chechenos la respetaban, sabían claramente quién era. Consiguió poco: llevarles bebidas y golosinas a los rehenes agotados. Cuando se disponía a mover piezas con sus contactos en el gobierno, el director de Novaya Gazeta la llamó al celular y mintió al pedirle que volviera a la redacción porque necesitaba que escribiera la crónica de la toma. El hombre había recibido un llamado de una fuente oficial, que le avisó que iban a recuperar el teatro y no podían garantizar la integridad de nadie.

Supe que unas 40 causas se iniciaron a partir de las investigaciones de Anna P., en un mundo judicial que vive en trenza con el poder político y donde manda la “justicia telefónica”, red de amiguismos y contactos que domina el imperio de los premios y castigos en Rusia, como me contó en Londres Alena Ledeneva, una académica siberiana experta en la economía negra rusa y residente en Gran Bretaña hace varios años.

Supe también que si bien Anna P. aseguraba que habían querido asesinarla al menos tres veces, sus colegas no terminaban de creerle. La percibían algo paranoica luego de tantos años en el Cáucaso y algunos la veían convertida en mártir casi por decisión propia. Hacía rato que ya no era bienvenida en conferencias de prensa oficiales y los funcionarios que se dignaban a hablar con ella lo hacían al mejor estilo Guerra Fría, a escondidas, en breves paseos por parques helados o puentes solitarios. Nadie quería correr riesgos.
-Hizo una labor de denuncia única.

La vista fija en la pared blanca del moderno café del Hotel Nacional, único espacio de vanguardia en el clásico edificio centenario, quien habla es M., periodista extranjero acreditado en Moscú hace años. No habla, susurra. Conoció a Anna a mediados de los ’90 y compartían el jurado de un prestigioso premio anual que los obligaba a encuentros pautados, “aunque no se puede decir que hayamos sido amigos”.

La charla con M. fue al día siguiente de la elección con “cambio de guardia presidencial” del Kremlin donde Dmitri Medvedev, el delfín ungido por Putin, ganó con el 70% de los votos, en una coreografía electoral diseñada sin sorpresas. Abrumado, como decepcionado consigo mismo, M. dice que la muerte de Anna se veía venir, pero que en una maratón de desidia e indiferencia pocos le prestaban atención.

-Finalmente la mataron; pagó con su vida por su trabajo y eso es lo único que cuenta al final de la jornada.
M. pide reserva de su identidad, delicadeza necesaria en tiempos difíciles, algo que él hace cuando protege la de sus fuentes, porque “en este país nunca se sabe”.

Entre los privilegios de los nuevos poderosos figura en Rusia sacarse de encima a gente molesta. ¿Paraíso de la impunidad para venganzas personales? La lista de periodistas asesinados desde 1991 tiene varias cifras, se habla de unos 250 periodistas desaparecidos, muertos de manera sospechosa o liquidados por asesinos a sueldo. Que quede claro: nadie, ni dentro ni fuera de Rusia, imagina a Putin levantando el teléfono y ordenando la muerte de Anna P. o de cualquier otro. Pero como dijo entonces Víctor Shenderovich, amigo personal de la muerta, humorista caído en desgracia y de imagen prohibida en la TV rusa, “Putin creó una sociedad en la que es posible asesinar a un periodista -tal vez para congraciarse con el presidente- y luego sentirse un intocable para siempre”.

Toby Eady es un reconocido agente literario británico. Era el representante de Anna P., a quien conoció a través de su esposa, la periodista y escritora china disidente Xinran Xue. “Tenía un coraje tan inmenso que uno no podía protegerla de sí misma”, asegura Eady desde Londres. “¿Habló con ella poco antes de su muerte? ¿Qué le dijo? ¿Tenía miedo?”, le pregunté en un email, todo junto. “Sí. En julio de ese año -la mataron en octubre- le dije que si se quedaba en Rusia podían asesinarla. Ella me contestó que no iba a salir de allí hasta que Putin se hubiera ido. No, no tenía miedo”, me respondió.

La noticia de su asesinato recorrió el mundo, junto con el vértigo y la desolación que sólo provoca no haber llegado a tiempo para advertir a alguien sobre un peligro inminente. Aunque el impacto fue grande, no puede decirse que el crimen haya sido una sorpresa para quienes conocían.

Tres días demoró el presidente Putin en hablar del asunto, tres largos días en los que la prensa internacional hizo cálculos sobre la enorme lista de periodistas silenciados a muerte en Rusia desde la caída de la URSS y el apogeo de las mafias. Piruetas de la historia, Putin habló desde Dresde, la ciudad del este alemán en donde vivió en los años 80, cuando era un cuadro de la “política exterior” de la KGB.

Después de sobrellevar estoico la indignación de unos dos mil manifestantes que le gritaban “asesino”, el presidente ruso calificó el crimen de “miserable”. Pero hizo algo más. En una carambola discursiva, aseguró que aunque Anna P. era muy conocida afuera de Rusia y entre los organismos de derechos humanos, su influencia política era “extremadamente insignificante” en su país. Es más -siguió su intento por minimizar a la víctima y alejar la sombra homicida de su entorno-, “su asesinato daña más al gobierno que cualquiera de sus escritos”.

Habrá que reconocer algo de verdad en sus palabras. Aunque sus notas aparecían en Novaya Gazeta, ésta es una publicación semanal independiente de alcance restringido y sus libros sólo se publicaban en el extranjero. La manera de pensar de Anna P., lejos de ser hegemónica, apenas hallaba eco en la población, más preocupada por el consumo desenfrenado y la recuperación del orgullo nacional que por las bajas continuas en la prensa o el crecimiento implacable del gremio de los sicarios.

Max es productor de TV. Fue amigo personal de Anna P. y es de lo más gráfico al buscar razones para su muerte.

-Ella tenía permiso desde arriba para hablar de ciertas cosas, pero en cierto momento dijo algo que no debía pronunciar, y ahí tenemos el resultado.

Habla bajito Max en el lobby del hotel Metropol, y explica que no es que existen permisos por escrito pero que cada vez que un periodista inicia en Rusia algún tipo de investigación, un “representante del poder”, como lo llama, debe estar al tanto. “Siempre hay un margen, una frontera, y pasarla está prohibido. Evidentemente sus denuncias sobre Chechenia y algunas cosas de las relaciones de las personas con las que habló tuvieron que ver con el crimen”, dice Max, quien prefiere no dar más detalles.

- ¿Y cómo trabaja  un periodista con tan poco margen de libertad?, pregunto.

-El problema no es la falta de libertad, sino la pereza. Es lo que pasa cuando uno puede decir algo pero sabe que nada va a cambiar, y entonces se pregunta para qué hacerlo, responde algo abatido.

“Anna no era una periodista de estar bajo fuego. Ella escribía sobre las consecuencias de la guerra, enviaba reportes desde los hospitales militares -donde tenía prohibido hablar con los soldados- o desde los campos de refugiados chechenos”. Quien esto me cuenta es Oleg Panfilov, director del Centro para Periodismo en Situaciones Extremas de Moscú. Se conocieron en los primeros 90, con el colapso del comunismo, cuando Anna P. escribía sobre temas diversos. Panfilov recuerda muy bien cómo en 1999 la guerra sucia de Chechenia se convirtió en su obsesión.

“Eran muchos los que la ayudaban a juntar información sobre casos de secuestros, ejecuciones extrajudiciales y corrupción en el gobierno pro ruso en Chechenia. Llegó a trasladarse escondida en el baúl del auto para evitar que la detuvieran o le impidieran ver a la gente que necesitaba entrevistar”, me contó Panfilov.

Lo que comenzó como una serie de notas sobre historias de vida bajo los escombros (“Grozni es una ciudad de calles vivas llenas de ojos muertos”, escribió después de uno de los bombardeos rusos) devino catarata de denuncias en poco tiempo. Eran tantos los casos de abusos que sus artículos comenzaron a abrumar a las autoridades, preocupadas por una cuestión de imagen. Entonces llegaron las primeras amenazas de muerte y se inició la estrategia de descrédito, cuando los involucrados directa o indirectamente en sus denuncias empezaron a cuestionar el “periodismo deshonesto” de Anna P.

-El Cáucaso no es Irak o Afganistán, pero sigue siendo un lugar peligroso.

Quien intenta buscar una explicación al crimen es Andrei, joven y locuaz periodista del Canal 1, uno de los tres grandes canales nacionales gerenciados por el gobierno ruso. Andrei habla con la elevada convicción de un vendedor entusiasta o un militante político. La conversación ocurrió a las puertas del centro de prensa moscovita desde donde se seguía el resultado de las elecciones presidenciales, un resultado que todos los que estábamos allí conocíamos de antemano. Para Andrei, gran comunicador y con dominio de varias lenguas, hablar de censura en Rusia es improcedente. “Aquí la prensa es totalmente libre; claro que la organización no es perfecta. ¿Acaso lo es en algún lado?”, dice, en el clásico giro ruso de responder a una pregunta con otra. “El asesinato de Anna P. fue una tragedia para todos y la investigación de su muerte es una cuestión de honor. Algunos de sus artículos eran muy críticos del poder, lo que te muestra cómo es de abierta nuestra democracia. Creo que Europa y EE.UU. usan este caso para su retórica antirrusa. Nuestro presidente dijo que su muerte hizo mucho más daño a la imagen del país que sus artículos. Tenía razón”.

“Rusia es enorme y, cuanto más lejos de las capitales como Moscú y San Petersburgo viven la gente piensa menos en periodistas asesinados. Tienen otro tipo de preocupaciones, como sobrevivir: algunos no cobran su salario por meses, por ejemplo”. Así buscaba explicarme la indiferencia general por la muerte de Anna Sofya, de 25 años. Lo hizo en Londres, a donde llegó para acompañar a Sanjar Quiam, su marido afgano, actualmente estudiando un posgrado. Sofya, como muchos otros rusos con quienes hablé, me confirmó que la mayor razón del desprecio por Anna o la indiferencia a su destino obedece a que está mal considerado que un ruso cuestione fuera de Rusia al gobierno o al país. En su caso, además, no es un dato menor que la periodista tenía doble nacionalidad: rusa y estadounidense.

-Politkovskaya no era vista como una persona positiva porque era muy crítica del régimen que le gusta a la mayoría de la gente.

Eso me dijo la jovencita rusa que dejó Moscú en 2007 y que hace de la lengua y las lenguas su modo de vida como intérprete y traductora en la capital del Reino Unido. También escribe artículos y practica la fotografía periodística. Su manera de ver las cosas naturalmente no coincide con la de Andrei.

-Con los periodistas, hay un tema con el miedo. Si yo fuera periodista en Moscú, estaría asustada. Y ése es el motivo por el cual no quiero trabajar allí, porque te obligan a decir sólo cosas amables y sin importancia. Y, si no, te amenazan.
***
La primera vez que intentaron callarla fue en 2001, cuando los militares rusos la detuvieron en Chechenia, la encerraron sin comida ni bebida y la sometieron a simulacros de fusilamiento por tres días. “Si fuera por mí, te mato ya”, le escupió con desprecio el encargado de liberarla, cuando alguien de la jerarquía decidió que no había llegado su hora. Las amenazas crecieron en intensidad, por lo que se trasladó a Viena por un tiempo. El hostigamiento no cedió a su regreso.

En septiembre de 2004, Anna P. estaba a bordo de un avión con la idea de llegar hasta la escuela de Beslán (Osetia del Norte) en donde un comando terrorista había tomado como rehenes a mil doscientas personas en el primer día de clases. Acostumbrada a tratar con las familias chechenas destruidas por la guerra, Politkovskaya conocía bien a esas almas desesperadas para quienes la muerte no es una tragedia sino la salida última a una vida miserable y sin destino. Quería entrar a negociar, como lo había hecho infructuosamente dos años antes en el Dubrovka, el teatro maldito de Moscú. Pero nunca llegó a la escuela de Beslán; sólo recordaba haber pedido un té durante el vuelo y haber despertado en la sala de terapia intensiva de un hospital desconocido, con los médicos diciendo “casi la perdemos”. Habían querido envenenarla. Hasta el final convivió con la certeza de que querían acabar con ella y se acomodó a ese destino, de tal modo que cuando su editor británico le pidió que saliera de Rusia por miedo a que la mataran se negó y hasta se dio tiempo para el humor negro al preguntar si, en el caso de ser asesinada, sus hijos estarían obligados a devolver el anticipo cobrado por su próximo libro.

“Anna podía pedir consejos y aconsejar; era una persona muy inteligente, analítica, con gran poder de deducción y capacidad para censurar las imperfecciones del poder. El periodismo perdió mucho con su muerte y, además, muchos empezaron a tener miedo”, confió Max esa mañana en el Metropol.

Estridente, pasional y contradictorio, Ramzan Kadirov -casado, 5 hijos-, es mucho más que el presidente y hombre fuerte de Chechenia. Su familia, de origen musulmán, lideró en principio la guerrilla separatista pero se convirtió en aliada de Moscú en la segunda parte del conflicto, ya con Putin en el poder central. En mayo de 2004, el padre de Kadirov era presidente cuando lo asesinaron los separatistas durante un acto público, cobrando así la vieja cuenta de la traición.

Puede decirse mucho de Kadirov, como que es un excéntrico amante de las armas o que conduce con orgullo a los “kadirovtsi”, milicias o escuadrones de la muerte que aterrorizan a la población y con los que se enorgullece de haber “limpiado” de terroristas su patria chica. Las denuncias sobre sus torturas son monstruosas. “Uniformes estadounidenses, armas rusas, creencias islámicas y espíritu checheno. Son invencibles”, se jactó hace poco, mientras acariciaba su cachorro de león el hombre que asegura que antes de adoptar una mascota la escupe, “para demostrar quién manda”.

Su vida transcurre como la de un emperador de pueblo, rodeado de seguridad, con un exceso de funcionarios que hacen como que trabajan y generando obra pública con el dinero proveniente de Moscú en tributo a su fidelidad. Así y todo, más del 60% de la población activa está desempleada. Quienes han entrado a su despacho contaron que allí pueden verse –previsiblemente- las fotos de su padre y de Putin y, no tan previsiblemente, también la del Che Guevara.

Kadirov odiaba tanto a Anna P. que más de una vez vociferó amenazas. Cuando la asesinaron, ella estaba trabajando en un artículo sobre torturas llevadas adelante por la gente del presidente checheno. Coincidencias de agenda. El día de la muerte de Anna P. era el cumpleaños de Putin y dos días antes Ramzan había cumplido los 30, edad legal para hacerse cargo de la presidencia en Chechenia. Tal vez sus muchachos, al amparo de la impunidad, quisieron hacerle un presente. Las primeras impresiones sobre el autor intelectual del crimen apuntaron hacia él, quien sin embargo tuvo una insólita declaración de principios: “Los chechenos no hacemos ajustes de cuentas con mujeres”, dijo, dando por cerrada cualquier discusión.
En línea con los dichos de Putin, la Fiscalía rusa rápidamente acusó a los enemigos del Kremlin de ser los mayores interesados en asesinar a la periodista. Dijeron que tenían información de que el autor intelectual del homicidio no estaba viviendo en Rusia, sino fuera del país. No es descabellada esa hipótesis. Dueños de fortunas obscenas y negocios turbios, los exiliados rusos en Londres tampoco son bebés de pecho. Sobre la insolente fortuna de Boris Berezovsky, enfrentado a Putin luego de haberlo catapultado a la presidencia con su dinero y su poder mediático, había escrito otro periodista asesinado, Paul Klebnikhov, editor de la Forbes rusa y muerto a balazos en la calle en 2004.

La pista “oligarcas” del crimen me refrescó un dato al que accedí cuando un periodista ruso me contó que años atrás, Anna P. había sido citada por Vladimir Gusnisky -junto con Berezovsky el otro zar de los medios de la era Yeltsin-, hoy residente en Israel luego de verse obligado a ceder parte de su fortuna al estado ruso y muy cauto con sus declaraciones. Gusnisky, por entonces uno de los hombres más poderosos del país, la esperó con sus artículos sobre el escritorio y le “advirtió” que si no dejaba de escribir sobre él, iba a dar a conocer un dossier que podía hundirla.

Más conjeturas. Hay quien dice que el padre de Anna P. no era “sólo” un diplomático soviético acreditado en Nueva York sino un agente clave de la KGB, dato que podría haberla perjudicado si se difundía. Más coincidencias con las fechas: el padre de Politkovskaya murió dos semanas antes de su asesinato. ¿Alguien habrá pensado que, muerto él, ya podían deshacerse de ella?

Entre las decenas de causas judiciales iniciadas a partir de investigaciones de Anna P., hay varias que terminaron mandando a prisión a militares acusados de violaciones y torturas en Chechenia. No se puede descartar que la orden de liquidarla haya salido de los cuarteles, elevados a la categoría de centros heroicos en la era Putin, tiempo en el que Rusia recobró su lugar como potencia económica y militar y como actor político internacional de peso.

Aunque las autoridades rusas intentan cada tanto demostrar que la investigación del crimen avanza, no hacen más que ofrecer un catálogo de torpezas. Uno de los últimos hitos fue divulgar el nombre del supuesto asesino sin haberlo detenido: inmejorable manera de advertir a alguien para que huya a tiempo. Tampoco hay todavía datos ciertos sobre el autor intelectual del asesinato. El juicio popular que se llevó a cabo terminó con la absolución de los cuatro implicados, todos de origen checheno. El autor no aparece, quien ordenó el asesinato, tampoco.

Imposible no ver la indiferencia ante la naturalización del crimen en una sociedad apática en materia política, que se refugia inconscientemente en el sistema de partido único, y en “donde el debate público pasó a temas vinculados con la identidad rusa y los valores espirituales, con Rusia como contrapeso del Occidente del capitalismo salvaje”, como me dijo un diplomático extranjero en Moscú, buscando explicar el desinterés local por el caso. Una sociedad que históricamente siente que “ante cualquier conflicto con las autoridades llevás las de perder”, me graficó un veterano escritor latinoamericano, que vive en Rusia hace más de 30 años.
No puedo dejar de pensar en Nina, la chiquita que encontró el cadáver de Anna P. en el ascensor y subió con él desde la planta baja hasta el 8º piso, buscando ayuda. Allí, otra vecina miró la escena con desdén y enseguida consultó su reloj. Serían las cinco de la tarde y estaba apurada, le dijo a Nina cuando la abandonó: estaban por cerrar los negocios y temía quedarse sin comida el fin de semana.
***

Quién mató a Anna P. es un capítulo de Rusos. Postales de la era Putin, de Hinde Pomenariec (Tusquets, 2009)

 

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